Cuento
Cansado de recorrer las calles de la gran ciudad, me senté en un banquillo destinado a los mensajeros.
Hacía un calor canicular, las casas grisáceas amarillentas crujían como dientes, los colgantes multicolores brillaban claramente, una que otra torre resplandecía dorada por el sol, y la gente torturada por el calor, caminaba lentamente, como adormecida.
Un anciano, ya muy viejo, arrastrando sus pies con dificultad, apoyándose en un bastón, se paró frente a mí meneando su cabeza y comenzó a mirarme atentamente. Sus ojos eran tristes, como perdidos y sin idea. Sobre su pecho colgaba un cordoncillo que anudaba cruces de varios tamaños: había grandes de hierro, algo oxidadas, otras más pequeñas de cobre laminado, y algunas pequeñitas de plata – como quien dice, toda una colección.
“Mendigo”, decidí mentalmente y ya quería sacar una moneda de mi bolsillo, pero el anciano, parpadeando con extrañeza y murmurando secretamente, preguntó:
– Amigo, explícame, ¿qué aspecto tiene el color verde?
– ¿Color verde? Hm… el color verde es un color, pues como la hierba… los árboles, – los árboles también son de color verde – las hojas, le respondí observando alrededor, pero por ninguna parte había un árbol, ni una hoja de hierba.
El anciano se rió y me tomó por la manga.
– Ven conmigo, amigo, si quieres. Me apresuro a ese lugar, en el camino te contaré cosas interesantes:
Cuando me levanté para acompañarle, el anciano comenzó a contarme:
– Hace mucho tiempo, cuando era joven como tú, hijo mio, hacía mucho calor. Cansado de recorrer las calles de la gran ciudad, me senté en un banquillo destinado para los mensajeros.
– Hacía un calor canicular, las casas grisáceas amarillentas crujían como dientes, los colgantes multicolores brillaban claramente, una que otra torre resplandecía dorada por el sol, y la gente torturada por el calor, caminaba lentamente, como adormecida.
– Por largo tiempo la observé y comencé a añorar el verdor de las praderas y los árboles, como el verdor de mayo. De repente me levanté y caminé toda mi vida, buscando inútilmente en esa ciudad.
– Seguía siempre, preguntando a la gente que encontraba, pero ellos, en lugar de responderme, me daban crucesitas. Yo escalaba las altas torres, pero, siempre, en todos los horizontes siempre estaba la ciudad, ciudad, ciudad, y por ninguna parte – algo de verdor. Sin embargo presiento, que debe encontrarse en ese país, solo que tal vez ya no llegaré – pues soy viejo.
– Ah, si estuviera en algún lugar cercano, podría descansar: el olor, el zumbido de mosquitos, y por doquier verdor, hierba, árboles.
Miré al anciano – él sonreía como un niño y lloraba.
Seguimos en silencio otro trecho del camino, entonces el anciano me dijo:
– Bien, ya basta para mí. No puedo ir más lejos, aquí me quedo. Pero tú sigue, marcha sin descanso. Te advierto que la canícula no terminará, en este camino no hay noche, solo un eterno día.
– En el camino háblale a la gente sobre las praderas, sobre los árboles, pero no les preguntes, y consíguete un cordón para colgarle crucesitas.
– Bueno, ve con suerte, yo me quedaré aquí.
Pero apenas avancé diez pasos, el anciano comenzó a gritar:
– Espera, hijo, olvidé decirte: Otea desde una torre alta, así sentirás el camino. Pero si está muy lejos, y te alcanza la vejez, entonces allá encontraras un banquillo, destinado para los mensajeros, y sobre él, gente joven nunca faltará.
– Pero, ahora sigue tu camino.
Así dijo el anciano, y yo seguí alejándome, oteando desde las altas torres.
Traducido por L. Klimas y S. Goštautas